A mamá: perdón.
- Rosario Alaniz
- 19 feb 2021
- 12 Min. de lectura
Mamá solía hablarme de que nadie debía tocar ninguna parte de mi cuerpo, que no debía hablar mal de los demás, que siempre me iban a respetar porque soy una persona, porque soy mujer, que iban a protegerme por ser pequeña, que sonreír y expresar lo que sentías está bien.
Mamá solía hablarme de muchas cosas pero a mí alrededor todos hacían algo tan distinto.
A los trece años, encontré a un grupo de compañeros espiarnos a todas las chicas saliendo del baño. Me molesté mucho y les grité que no deberían hacer eso porque estaba incorrecto, una profesora se percató del hecho y me castigó por haberles gritado y por mal comportamiento ¿había hecho algo mal?
Tras aquella vez me di cuenta que simplemente existía una gran diferencia entre lo que mamá decía y lo que pasaba en mi vida.
Escuchaba a mis amigas contar que sus novios las tocaban cuando ellas no querían, algunas decían que era divertido porque te tomaba desprevenida, dos o tres se quejaban explicándonos al resto que si no queríamos ellos no tenían que tocarnos, pero qué van a saber ellas, si un día vi que mi tío abuelo le hacía lo mismo a una de mis primas, papá dijo que eso era mentira, que seguro estaban jugando entre ellos y que era mejor no meterse, ese mismo día mis padres discutieron, mamá estaba al borde de lágrimas y él la obligo a cocinar porque tenían una reunión y dijo que se comportara como una mujer de bien. Aprendí que las mujeres de bien sólo tenían su boca cerrada y estar a la disposición de sus esposos.
A partir de mis dieciséis quise usar faldas más cortas, si todas las usábamos, los compañeros de mi papá se burlaban diciéndole que debía cuidarme mucho porque de seguro los muchachos estaban detrás de mí, él les contestaba que siempre sería su princesa. Uno de ellos rozó mi rodilla en la mesa, me sonrió luego y antes de irse me preguntó si quería tener un secreto con él. Le conté a mamá, yo sabía que eso estuvo mal y ella sólo le gritó a mí padre pidiéndole que no los trajera nunca más, él me miró molesto diciendo que era mi culpa por andar con polleras tan cortas, al final no me creyó. Las siguientes reuniones mi incomodidad era tanta que sólo terminaba de comer y subía a mi cuarto.
Estuve enamorada de varios chicos, ninguno quería salir conmigo porque me decían que era muy rígida, que era virgen y callada. Le respondí que no me conocían y eran unos idiotas por pensar que por ser callada no podían salir conmigo. De nuevo a dirección, esta vez fue mi padre y me retó gritando delante de todos los directivos: —¡una señorita jamás le grita a sus compañeros y menos habla sobre las relaciones! —Volví enojada a casa y le pregunté a mamá por qué me había gritado así, si era mi cuerpo y yo podía hablar de esos temas.
—Ya lo entenderás de grande —respondió.
Al mismo tiempo, en el baño del colegio entre todas las chicas nos contábamos secretos, ellas acostumbraban a decir que habían tenido una gran noche, otras decían que muchas veces se habían excitado y estaba mal hacer eso. Yo les decía que todavía no me había pasado y ni siquiera di mi primer beso. Una de ellas se ofreció a darme el mío, acepté contenta, al menos tendría experiencia con cualquier chico, luego del beso las demás se alejaron diciéndome rarita, y les contaron a todos mis compañeros. Lloré mucho porque se decían cosas que yo nunca había hecho, que ni siquiera sabía.
Varios chicos de cursos más grandes empezaron a invitarme a salir, para “probar algo”. Sólo accedía, y cuando terminé besándome con diez chicos del mismo curso, sin que quisiera realmente, los rumores acabaron y yo estaba tranquila, aunque muy enojada, harta de sentirme mal por ellos.
En mi último año de secundaria, mamá y papá solían pelearse mucho, a veces espiaba a mi papá trayendo chicas de mi edad a casa, muchas venían con uniformes, coletas, calcetines y medias de red.
—Te está engañando —dije ingresando a su cuarto, con una de mis mejores amigas logramos tomar al menos tres fotos con diferentes niñas.
—Lo sé —murmuró sosteniendo un vaso de vino— perdón por ver esto. —Me acarició la mejilla—. Me quiero separar de él.
—Te aconsejo que lo hagas.
—Cariño, tu padre me quitará todos los bienes, incluso eres grande como para quedarte conmigo.
—Mamá, podemos hacerlo juntas, diré la verdad de todo lo que vi….
—Nena, hay muchas veces en que debemos aguantar a los hombres sólo por no lastimar a otras personas. —Acarició mi mejilla—. Nunca seas así, por favor, siempre busca lo mejor para ti.
La observé: tan avejentada, tan rota y triste. Hablamos con mi mejor amiga, ella dijo que su mamá le había retado, agregando al final que mi madre se lo había buscado todo por querer hacerse la independiente, y que jamás seamos desobedientes.
¿Qué debería hacer ahora?
Tuve mi primer novio a los dos meses de que comenzaran las clases, de él solían decirse muchas cosas, él hacía varios deportes: futbol, tenis, natación, y lo mejor era presumirme ante todos, era su juguete favorito. Odiaba eso, lo hacía porque tenía miedo de quedarme sola al igual que mamá, estaba enojada pero debía aguantar a los hombres, ella lo había hecho durante mucho tiempo, ella lucía feliz al principio, todo empeoró cuando quiso estar sin él, no quiero estar igual.
Una noche de cervezas en su casa, tenía mi mano en su miembro y él se movía solo, yo estaba quieta, paralizada, con temor, el no jamás estuvo presente, sus repetidos gemidos en mi oído diciendo que mis pechos parados le encantaban siguen en mi mente. Quiso tomarme una foto, le grité enojada que ni se le ocurra, que yo no se lo permitiría, me abofeteó en la mejilla y me largué de allí.
Al otro día todo el colegio sabía que habíamos tenido relaciones, él compartió una foto con los demás. Lloraba, mi mejor amiga quiso enfrentarlo y la humillaron diciendo que una chica gorda no podía hablar con alguien tan atlético como él. Pero mi amiga no es gorda, sólo es más baja que nosotros y sus piernas son cortitas.
Llegué a mi casa para contarle a mamá, mi padre salió de su oficina despeinado y con labial en su mejilla. Lo ignoré por completo: —tu mamá está durmiendo pero no la molestes sino no estará feliz.
—¿Cómo puede ser feliz contigo? —hablé, caminé a mi cuarto y me tapé los oídos escuchando los gritos de otra niña.
A la noche vi a mamá despeinada con su mirada perdida en el horizonte, me abrazó acariciando mi cabello, pidiéndome perdón porque estuviera en ese estado. —Sí debo ser feliz con tu padre —pronunció temerosa— no quiero estar alejada de ti, no tengo nada, hija, perdón pero eres lo único que me garantiza vivir aquí.
Me sonrió de nuevo, yo sólo veía una mueca y a una mujer triste. Le conté lo sucedido en el colegio, se limitó a negar y decir: —es algo que debemos de soportar. Yo tengo que estar feliz. —Asentí molesta, quería gritar pero cerré mi boca y le mostré mi mejor sonrisa, había que soportar. Pero mamá no es feliz, está triste tomando pastillas y vino, solloza abrazándose a sí misma.
Conocí a mi segundo novio, él me transportaba a otro lugar, era tan diferente a lo que yo vi desde pequeña. Fumaba, trabajaba con sus hermanos, y muchas chicas estaban enamoradas de él. A los dos meses de estar juntos lo hicimos, fue de manera brusca y me lastimó demasiado, no quiso parar, no me escuchó. Me dijo que me amaba al final, luego añadió que debía comprarme una pastilla para no quedar embarazada. Le pedí que me acompañase porque nunca había escuchado de eso, salvo un condón. —Los condones son incómodos, y no la vas a pasar tan bien. —Besó mi espalda y me llevó a casa.
Le pedí a mi mejor amiga que fuéramos a comprar la dichosa pastilla, allí una enfermera nos gritó de lo peor, insultándonos y diciéndonos zorras. Pero yo no era una zorra, mis padres no me dijeron que había ciertas pastillas, escuché de una de mis amigas que existían los condones, y como a mi novio no le gustaba, no conocía otras opciones.
Los cinco meses juntos fue lo mismo: él se subía encima de mí, apretaba con fuerza mis pechos y se movía de forma bruta, haciéndome doler. Me iba cansando de a poco.
—¡Yo te amo, te amo! —grité furiosa, no me respondía los mensajes por una semana y fui a buscarlo hasta tu casa.
—Sólo andamos.
—¡No le dices lo mismo a todos, dices que eres mi novio!
—Pues les digo para que no te molestes, no exageres, no es nada importante. —Sonrió—. Sí, tenemos sexo y bien, lo pasamos genial, no lo estropees.
Negué llorando: —¡yo te amo y quería formar algo estable contigo!
Él empezó a reír: —eres una histérica. —Negó—. Vete y no me molestes, no quiero saber nada más, puta loca de mierda.
—¡Pero…!
—¡Nada, lárgate!
Volví llorando a mi casa, le conté a mamá: —es que le dije todo lo que sentía como me enseñaste, lo amaba y quería estar con él, y terminó conmigo.
Ella suspiró: —no era tan literal. Una debe guardar secretos, lo siento pero es así.
Un día de vacaciones me encontraba en la casa de mi amiga, charlábamos con su hermano y sus amigos, ellos contaban emocionados anécdotas de su fiesta pasada. Comentó que tuvo sexo salvaje con una muchacha, ella pedía a gritos que se apartara, no quiso hacerlo al principio pero aclaró que la chica se estuvo insinuando toda la noche. Al final terminó calmándola porque empezó a llorar.
—Pero… eso es abuso. —Nos miramos alarmadas con mi amiga.
—Que no es abuso, ni acoso, ni nada. No se alarmen, ella se me insinuó y me puso muy duro. —Rió aquel joven—. Fue algo mutuo.
No quise participar de la charla, estuve enfadada toda la noche y caminé a mi casa porque harían una fiesta de nuevo.
Yo iba creciendo, y mi padre seguía trayendo niñas a la casa. ¿Qué le pasaba por la cabeza? ¡Podrían ser sus hijas! Decidí reprimirlo, había que soportarlo.
En mi primer año de facultad, conocí a mi tercer novio, había estado con demás chicos, me había besado con otros cientos, una que otra aventura con chicas, pero nada me iba llenando. Me sentía vacía, como si todo aquello que de pequeña me inculcaron venía sin sentido, rancio y alarmante para mí, porque me privaba de ciertas cosas que quería decir, que quería gritar.
Me enamoré perdidamente de un hombre diez años mayor que yo, sus amigos lo felicitaban porque me trataban como carne fresca, sus esposas me pedían que me alejara. Yo lo amaba, era el hombre perfecto.
Me hacía grandes regalos, compraba mi ropa y calzado, tenía sexo conmigo, me hacía reír y les ocultábamos a mis padres. Él me recordaba siempre todo lo que aprendería si elegía pasar el resto de mi vida a su lado, frecuentaba decirme mi princesa y me dejaba salir con mi mejor amiga.
La cosa cambió al juntarnos, mi padre no aprobaba el casamiento y decía que era muy mayor para estar conmigo, yo me reía y quería escupirle todo lo que había visto durante años. Mamá… mamá lucía perdida.
Tener su camisa planchada, aprender a cocinar bien porque si no se molestaba y decía que mi único deber era ese, tener relaciones cada que quisiera, utilizar el vestido más ajustado para sus reuniones con colegas, callar cuando notaba que alguno tocaba mi trasero, veía mis pechos o me daba una mirada cómplice, juntarme con mujeres para hablar todas de “la más puta”, una de ellas me dijo al principio que yo ocupaba ese lugar.
Los gritos no paraban de su parte. De princesa a inservible pasé de un día para el otro, pero yo lo amaba, le tenía aprecio, admiraba su forma de ser, debía de soportar a los hombres.
Los intentos por concebir un hijo fallaban, o yo lo hacía a propósito, nunca lo supe, nunca quise traer un bebé al mundo para pasar lo que yo, no me sentía capaz de hacerlo. En el fondo me veía como una niña asustada. Él empezó a verme como un estorbo, nos casamos a mediados de mi carrera y me prohibió asistir a clases, gracias a que él trabajaba mucho me escapaba por las tardes para estar al menos una hora, sino escogía pasar tiempo en la biblioteca leyendo, escuchaba en la radio que leer abría tu mente, yo quería mi mente abierta y al mismo tiempo deseaba estar atada a alguien porque para mí allí se encontraba la felicidad.
Todo lo que mamá solía decirme no era nada comparado a la realidad. Quizás lo hizo para no lastimarme, aprendí a callar y enfermarme cada vez que quería gritar una queja, a soportar el dolor punzante en mi entre pierna cuando mantenía relaciones sin aprobación, era una histérica por no hacer lo que él quisiera, seguía siendo la puta interesada para los demás.
Los hombres sí llegaron a tocarme mi cuerpo sin que yo accediera: vi a compañeros hacerlo, los novios de amigas, colegas de mi padre, novios, compañeros de trabajo de mi esposo, por las calles, en la propia familia.
Los gritos y la falta de respecto no valoraban mi condición de persona, ni siquiera de mujer o por ser pequeña.
Expresar lo que sentía estaba mal, porque era una histérica, porque estaba exagerando, porque llorar es para débiles, porque simplemente no debía hacerlo ya que alguien había dicho que estaba prohibido.
Varias veces mi marido me encontraba a escapadas, a lo que tomaba con fuerza mi cintura y me daba dos cachetadas: —es tu culpa que yo te pegue, soy un hombre bueno pero si haces lo que quieres, te pegaré para que aprendas.
—¡No eres nadie! —Me animé a gritar.
—¡Eres mi esposa y haré lo que tenga que hacer! —Ese día aprendí varias cosas: que te acostumbras a los golpes porque en el fondo crees que eso no te pasará a ti y lo intentas justificar, que para él sólo era su propiedad, y que él actuaba de formas que no debía, porque parecía pero no era mi papá.
Nuestro matrimonio todavía seguía molestando a mi padre, él ignoraba mis llamadas y en las visitas a mamá ella me decía que estaba bien, yo no lo veía bien, la veía mal, quería gritarle a mi padre que era su culpa y si ella estaba muriendo era porque él no la quería. Aunque no era del todo cierto: ella debió irse de allí, ella no debió soportar todo eso por mí, ella debió hablar.
En la biblioteca conocí a una gran amiga: Alfosina Storni, su poesía me atrapó y sus textos aún más. Me daba la tranquilidad, y concordábamos en muchos pensamientos, gracias a ella mi cabeza se abrió. Sentía un malestar en mi estómago, salí de allí y un hombre me gritó por la calle que iba a violarme, me paré delante de él con fuerzas, lo golpeé y grité que era un asqueroso. Ningún hombre de esa cuadra se animaba a mirarme o decirme alguna otra cosa de nuevo.
Mamá estaba muy enferma, solía decirme que veía a personas a su alrededor y que estas le hablaban. Mi padre se burlaba y compartía esto con sus demás compañeros, y volvía a escuchar aquellas palabras que empecé a odiar: loca. Pero si mamá no está loca, la verdad es que tiene depresión y no sé qué medicamentos les dará él.
Conocí a una mujer de la cual estoy profundamente agradecida porque me permitió descubrir a alguien que me ayudó bastante, era una chica de unos treinta que solía dar clases en la universidad y pasaba mucho tiempo en la biblioteca, conversamos de cosas muy variadas, me sentía bastante atraída a su forma de pensar, ella tenía dos hijos y un esposo empresario del extranjero. Me permitió conocer un libro Un cuarto propio (1929) y quedé fascinaba.
—¿Crees que está mal tener muchas parejas?
Ella rió: —para nada, con mi esposo somos muy abiertos en esos temas, él puede tener amantes y yo igual, lo que sí siempre nos decimos la verdad, es fundamental para cualquier relación.
—Claro. ¿Llegó a pegarte?
—¡Por supuesto que no! Jamás lo haría, y yo menos jamás lo permitiría. No queremos enseñarle eso a nuestros hijos.
—¿Es malo que no me ilusione tener hijos?
—Es normal —me contestaba sonriente— yo a los mío los quiero mucho pero es normal.
Ese día volví a mi casa, encontré a mi marido, a aquel hombre diez años mayor que yo en la cama con una jovencita rubia, justo como las que solían visitar a mi padre, sonreí, tomé mis pocas pertenencias, le dije que firmaría el papel del divorcio, tomé mis libros y salí de allí pidiéndole hospedaje a esta nueva amiga, quien me recibió con los brazos abiertos. Nos hicimos íntimas, me enseñó a amar a los niños, aunque en el fondo nunca quise los míos propios, me mostró otra realidad, diciéndome que yo sí podía, si es que quería hacerlo verdaderamente.
—Verás, linda, la vida se trata de elegir —hablaba y me convidaba cerezas mientras compartíamos un buen vino.
—¿Elegir qué? —preguntaba, quería conocer más y más.
—Todo. Absolutamente todo.
Nos reíamos. No era amor, aunque a veces me pregunto qué hubiese pasado.
Nunca, siendo grande, logré entender lo que mamá me explicaba de pequeña.
Tampoco me parecía justo entregar tu vida para otro hombre, para hijos, para casas ¿de qué sirve? ¿Sirve para algo? porque era dar, dar y dar, no quiero hacerlo. Mamá dio toda su vida, dio mal, nunca dio algo para sí misma.
No quiero tu vida, quiero ser distinta.
Mucho menos quise volver a callarme, quería hablar, iba a hacerlo, porque podía y mi voz sonaba tan dulce cuando contaba lo que me pasaba por dentro, mis pensamientos más profundos, cada vez que llegué a soltar alguna queja, cuando dije adiós a personas que no quise. Al decir que algo estaba mal para mí, a gritar que amaba a alguien, que lo odiaba y a mirarme frente al espejo y llorar porque el vacío dentro era tan grande.
Mi vacío se llenó de a poco, el amor y las palabras ayudaron bastante. Sentirme acompañada y saber que no estaba sola, que mis ideas no estaban mal, y que no era una histérica, en cambio que sí podía pensar, y que podía hacer mucho más.
Quiero verte sonreír y sentir tu mano en mi mejilla diciendo que tú tampoco volverás a callarte, si no que hablarás. Mamá, deseo con todo corazón que tu vacío también se llene en algún momento.
Sólo escogí algo diferente. Perdón, mamá, pero yo no debo soportar a nada ni a nadie más.
Mujer elige de nuevo.

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